A aquel que no ama nada, todos los vínculos parecen cadenas

Gustave Thibon, La crisis moderna del amor, Fontanella, Barcelona, 1976.



página 10:  ...el hombre es a la vez víctima de lo eterno y del devenir. Precisando más, el hombre es parte de lo eterno en devenir. Así pues, no podía sacrificar absolutamente el devenir a lo eterno ni lo eterno al devenir bajo pena de renegar de su propia naturaleza. La verdadera fidelidad no consiste en la detención del cambio, consiste en impregnar de eterno el cambio. Y por ello su noción se hace muy vaga y elástica. Entre las realidades temporales (y englobo en esta expresión todo lo que se desarrolla en el tiempo, y por consiguiente, todo lo que es humano), algunas pueden y deben impregnarse de eterno hasta la saturación mientras que otras no soportan sino una dosis muy débil de fidelidad: el peso de la eternidad que se quiere meter en ellas, en lugar de liberarlas las aplasta. Así una vocación religiosa exige la eternidad; aquí el cambio aportaría la ruina y el infierno del alma. Pero tal o cual capricho superficial llama al cambio y al olvido: querer eternizarlo sería la ruina y el infierno: la verdadera fidelidad hacia las cosas que pasan, consiste en no intentar retenerlas...

40: Ninguna fidelidad, si no tiene a Dios por principio y por fin, puede ser pura. Solamente el contacto divino confiere a la fidelidad humana las dos perfecciones esenciales exigidas por su naturaleza:

a) Permite la síntesis perfecta de lo eterno y del devenir, impide a la fidelidad oscilar entre el anquilosamiento que es su caricatura y la inconsciencia que es su negación.

b) Perfecciona el intercambio orgánico; limpia la fidelidad de cualquier huella de cálculo y de cualquier sospecha de locura.


42: Sólo podemos creer en la profundidad de las cosas finitas en la doble medida en que las sabemos salidas de Dios y no las confundimos con Dios.

43: En efecto, ¿qué es esta disponibilidad donde el hombre, bajo pretexto de abrirse a todo, no deja entrar nada en él, y qué vale el don de ese corazón que, temiendo reducirse a alcoba, se extiende en jardín público? El amor se encuentra en la profundidad y no en la superficie, y el que ha dado la vuelta al mundo, no se ha acercado ni un pelo al fuego central. Pero aquel que, en lugar de correr de una apariencia a otra, profundiza en la menor realidad hasta llegar a su centro (es más fácil correr que profundizar, puesto que cualquier profundización es estrecha al principio, pero es preciso comenzar siempre con esta estrechez que no es más que una forma de concentración), creo que verá a su amor extenderse en relación a su profundidad y este amor' creando en él una libertad y una disponibilidad superiores le inducirá a abrirse a otros amores, a otros deberes que, situados en niveles espirituales y materiales diferentes, en lugar de excluirse o enturbiarse como los afectos superficiales, se armonizarán en la unidad.

En efecto, sólo hay una manera de abrirse a todo, y es ligarse a Aquel que lo es todo: esta vinculación, en vez de obturar el alma, dilata hasta el infinito su capacidad de acogida.

Pues el amor y los corazones verdaderamente abiertos son siempre los corazones verdaderamente llenos.

52-54:  todo se ha transformado según un ritmo vertiginosamente acelerado. Imaginemos el habitante actual de una gran ciudad. Vive en un gran edificio, trabaja en una empresa gigante, frecuenta a hombres de todas las razas y de todos los países, recibe por el periódico, la radio, el cine y la televisión noticias e imágenes de todos los rincones del universo. La publicidad, la propaganda, acosan incesantemente su espíritu en las más opuestas direcciones. No dispone de un rincón solitario para relajar su cuerpo ni de unos minutos silencios ' os para recoger su alma: nada protege su intimidad de los asaltos del mundo exterior. ¿Cómo podría responder profunda y totalmente a solicitaciones tan numerosas y tan contradictorias? ¿Cómo podría dar una gota de sangre verdadera a todos estos insectos devoradores que zumban a su alrededor? No teniendo ya tiempo para asimilar cualquier cosa vitalmente, se convierte en espejo y eco. Como un estómago sobrecargado por excesivo alimento, elimina en vez de digerir; en él todo está de paso, nada se detiene. De ahí el carácter impersonal y la inconcebible inconstancia de sus opiniones y sentimientos.

La crisis de costumbres que agita el mundo moderno no es otra cosa que la reacción servil de las almas a la multiplicidad y a la rapidez de excitaciones que les impone la corriente de una civilización material prodigiosa, desprovista de contrapesos biológicos y espirituales: es la adaptación impura y forzada del mundo interior al mundo exterior. Y esta adaptación es tanto más perfecta cuanto m s se mecaniza el ser vivo, es decir, cuanto más se inclina hacia la muerte. Pues la rapidez indefinida es más bien obra de las cosas muertas que de las cosas vivas: vuela más deprisa la hoja muerta arrancada del árbol, que crece la rama joven de llena de savia. El hombre moderno ya no está ligado a su medio por lazos vivos: muertos van solos. Y sus reacciones son más fáciles y más rápidas cuanto más solo y muerto está: los muertos van de prisa.

54-55: La crisis del amor sólo es un caso particular de esta crisis universal. El amor, cerebral, mecanizado por muchos hombres, apenas traspasa la zona superficial de la atracción. Es cierto que alcanza la carne, pero ignora la encarnación. El ideal no pasa al corazón ni a los gestos: permanece en el cerebro en estado de puro ideal. En cuanto a la carne, se la abandona a su inercia e inestabilidad naturales. De esta manera, el hombre está escindido en dos partes: el espíritu y la carne, el cerebro y el bajo vientre: dos abstracciones. El amor sólo pone de relieve la imaginación pura o la emoción carnal pura; según las palabras de Chamfort no es más que «el intercambio de dos fantasías o el contacto de dos epidermis».
57: Es fácil gritar a una mujer: te adoro. Pues basta para adorarla un cerebro turbado por los vapores de una pasión anárquica, y la palabra no compromete a nada. Es más difícil decirle: te amo. Pues el amor implica la apertura y la donación de sí mismo.
57-58: RUPTURA CON LA ESPECIE

Por de pronto, está ya claro que el amor tiende a separarse de su clima biológico, es decir, a excluir el hijo. Existe sin duda, aún en las sociedades más sanas, una cierta tensión entre la llamada ciega de la especie y las exigencias de las personas que forman la pareja. Esta tensión es inherente al dualismo de nuestra naturaleza (el hombre, ser espiritual y social, no sabría procrear, como los animales, abandonándose solo a las fuerzas biológicas) pero actualmente reviste una agudeza que en muchos casos equivale a la ruptura. Examínese la literatura específicamente «amorosa» desde la historia de Tristán e Isolda hasta las novelas rosas que deleitan a las modistillas; sorprende constatar el pequeño lugar que en ella ocupa el hijo. Los héroes de esta literatura viven, se unen, sufren y se separan como si el hijo no fuera la consecuencia natural y común del amor: leyendo esto, se piensa en unos trabajos botánicos en los cuales se describieran extensamente los árboles sin hablar nunca de los frutos. Se podrán objetar que la literatura no es el reflejo fiel de las costumbres pasadas y presentes, pero, en otro sentido, modela las costumbres futuras: el pescado se empieza a podrir por la cabeza. ¿Y quién osaría pretender que el niño permanece hoy tan deseado o incluso aceptado como antes?

Su aparición eventual, ¿no la consideran muchas parejas como un accidente enojoso, como un desgarrón en la trama frágil del amor, como una especie de expiación de la voluptuosidad cuyo pago es legítimo esquivar?

Por otra parte los progresos actuales del neo-maltusianismo y del aborto se explican muy bien por el repliegue idólatra de la pareja sobre sí misma. Es evidente que, si la pareja es Dios, si no persigue otro fin que un pequeño bienestar y una pequeña seguridad para dos, el niño, que viene a romper el cerco donde la aísla su doble egoísmo, sólo puede ser tratado como un intruso y un aguafiestas, estando permitidas contra él todas las medidas de defensa y de expulsión. Este estado de cosas justifica la frase del moralista: el peor enemigo del niño aún es el amor.
59: la misma idotatría del amor, la misma sed de una felicidad anárquica e inmediata, primero acerca a los esposos y después los separa.

62: El hombre que, rechaza la religión no deja de ser un animal esencialmente religioso: entonces traspone su sed de absoluto en objetos relativos. La «religión» y, correlativamente, la degradación del amor surgen en la medida en que el amor y la religión se separan. Pues cualquier cosa creada que pretende elevarse por sus propias fuerzas por encima de su nivel natural, vuelve a caer automáticamente por debajo de este nivel:. Icaro expira en el barro por haber querido rozar el cielo. Cuándo sobre una cosa finita se abate un deseo infinito, no tarda en reducirse a la nada: el que de la libertad hace un ídolo se inclina ya hacia la esclavitud, y el que adora un amor está maduro para la decepción y la inconstancia.

El amor nunca está tan cerca de la profanación absoluta como cuando pretende ponerse en lugar de lo sagrado, en vez de buscar humildemente la consagración. Está hecho para adherirse a la religión y no para ser su propia religión.

64: De esta fragilidad del amor procede el aislamiento de la pareja. Basta la menor prueba física o moral para sumergir en su soledad esencial a los enamorados que sólo están unidos por la carne o por el sueño. Sólo nosotros... Esta máscara ligera puesta sobre el «sólo yo» no tarda en rasgarse y en poner al desnudo el egoísmo esencial que disimula. En la hora de mi deseo te he preferido al mundo. ]Éste sólo es el primer estadio del proceso de separación que me llevará a preferirte a cualquier cosa en la hora de mi lasitud. Pues un ser elegido por la pura arbitrariedad individual no podría suplir durante mucho tiempo el universo que ha usurpado. El desmenuzamiento de la pareja sigue a la adoración del amor, como la repugnancia sigue a la embriaguez. Es el mismo fenómeno de desintegración que continúa: después de haber arrancado la piedra de la unidad del edificio, la deshace en polvo. Don Juan, Lovelac, Valmont y el seductor de la mesa redonda son los hijos, cuánto más degradados más legítimos, de Tristán de rodillas ante Isolda divinizada.

67-68: El remedio más seguro para la desencarnación del vínculo sexual es una profunda adhesión del espíritu a los orígenes y fines biológicos del amor. Si la llamada de la especie no es oída y seguida por todo el hombre, degrada a la vez el alma y la carne. El hijo, este fruto del amor tan exterior a los dos seres que lo han creado, este fruto que sólo existe verdaderamente a partir de la hora en que se separa de la rama, rompe el exclusivismo de la pareja: sustituye la adoración recíproca que encadena por un fin común que libera.

También es necesario, para la salud y la continuidad del amor, un modo de vida social a la vez estable y más aireado. Un hecho de experiencia corriente es que la vida de la pareja es más sana y más duradera en los medios en los que los hombres están protegidos contra la dispersión y el anonimato del siglo por un retículo orgánico de tradiciones familiares, locales y profesionales. El hecho de estar arraigado y de pertenecer a una célula social viva, en que los individuos empujados por un mismo destino guardan entre sí un contacto estrecho y permanente, contribuye eficazmente a estrechar y a prolongar los lazos del amor No se trata de inmolar las personas a las instituciones, sino de poner las instituciones al servicio de las personas. La comunidad protege la comunión.

En cuanto al espíritu religioso, cuyo renacimiento todavía frágil pero universal constituye uno de los raros signos felices de nuestra época apocalíptica, al elevar el amor hasta el cielo, también lo fortalece en la tierra. Tan sólo para él, la palabra «siempre», pronunciada con tanta imprudencia en la aurora del todo amor, deja de ser la traducción mentirosa del éxtasis de un instante.

En definitiva, los esposos tienen tantas más oportunidades de realizar un gran amor recíproco cuanto más unidos están en todos los dominios por una comunidad de vida, es decir, por un amor común. La vinculación a los mismos hijos, la adhesión al mismo grupo social, el servicio al mismo ideal, constituyen, en planos diferentes, este lazo común sin el cual la atracción recíproca sólo es una ilusión efímera.

Amar es menos contemplarse y saborearse el uno al otro que entregarse ambos a las mismas realidades que comprenden y rebasan el valor ontológico de la pareja considerada en sí misma.
69-70: Cuando la pasión se despierta en nosotros, el ser que amamos permanece en gran parte imaginario: es nuestro sueño proyectado más allá el que nosotros estrechamos en él. Ahora bien, todos los sueños tienen en común conducir al despertar, y a un despertar tanto más amargo cuanto más hermosos eran aquéllos. Alguien decía, se ama a una muchacha, se casa con una mujer: ya no es la misma persona. Las quimeras se desploman al contacto de la vida cotidiana y el ser adorado como único se convierte poco a poco en un hombre o una mujer «como los otros». Entonces, para salvar el amor es necesario pasar de lo falso a lo verdadero y absoluto; es necesario traspasar el lado «realista» de lo real y volver a encontrar el alma solitaria e inmutable del ser amado bajo el sedimento de los días y los disfraces de la vida social.

78-79: El materialismo se sirve del espíritu para negar el espíritu, y de la verdad para destruir la verdad: por consiguiente sólo puede ser verdad en tanto que mentira.
89-90: La sexualidad y el orgullo tienen afinidades profundas y misteriosas. El amor humano no purifica, dilata el yo al mismo tiempo que agita la carne. Los amantes vulgares no sólo desean poseer, sino además deslumbrar al ser amado; quieren ser preferidos a todo, y su susceptibilidad aumenta en función de su vanidad. Este engreimiento del yo se traduce por la fatuidad en el hombre y la coquetería en la mujer. En general el mismo orgullo afecta la pseudosublimación. Hacer constar que los falsos místicos están devorados por la sed de destacar, es una trivialidad: necesitan que el afecto y la estimación de los demás apoyen continuamente su ilusión debilitada. De ahí proceden los refinamientos de una susceptibilidad a menudo más aguda que la del común de los mortales. El yo es eminentemente vulnerable porque las compensaciones de que se alimenta son ilusorias, y por consiguiente siempre amenazadas por el áspero contacto de la real. Nietzsche decía: «No te hinches, el menor pinchazo te reventará.»
96: San Agustín decía: «Aquel que no es espiritual hasta en su carne (esta frase define admirablemente la verdadera sublimación), se vuelve carnal hasta en su espíritu.»

96-98: Precisamente la gran tara del freudismo -al menos en la medida en que su psicología se extiende y degenera en metafísica del sexo- es haber explorado ilimitadamente estos bajos fondos del alma sin la ayuda de otra luz ni de otro amor. El freudismo, puesto que juzga al hombre a través del sexo y no el sexo a través del hombre, está impregnado hasta el fondo por el prejuicio hiper-espiritualista que pretende combatir: el sexo concebido como una cosa irreduciblemente vil y baja. Al reducir el espíritu al sexo, envilece el espíritu sin salvar el sexo: conduce a todo el hombre al mismo nivel de bajeza.

Por el contrario, la sublimación, tal como aparece a la luz de la psicología tradicional, dirige la sensibilidad humana al fin divino del hombre. Y Por ello la dirige también a su verdadera fuente, puesto que ninguna cosa podría tener por destino lo que no tiene por origen. Hólderlin 'escribe magníficamente: «Los ríos tienen su fuente en el mar.» La metafísica moderna del sexo padece la estrechez de miras común a todos los materialismos: no ascienden lo suficiente por la escalera de las causas.

Los ríos surgen de la tierra obscura y pesada, y las estructuras geológicas determinan el lugar de su origen y los meandros de su cauce. Por lo tanto, su verdadera fuente es la lluvia del cielo que procede del mar. Del mismo modo, nuestra vida sensible toma su origen en las profundidades de la materia Y hasta la muerte permanecerá cautiva de esta materia, como un río de su lecho. Pero su principio supremo está en el cielo. Es necesario que se cumpla el ciclo: es necesario que los ríos, nacidos del mar, vuelvan al mar y que el hombre, salido de Dios, vuelva a Dios, La sublimación de los santos sólo es la respuesta positiva a esta exigencia suprema.

Depende de nosotros el que encontremos el espíritu en la carne y la eternidad en el tiempo. A alguien que se lamentaba de estar obsesionado por las cosas temporales, Santa Catalina de Siena le respondía: «Nosotros somos quienes las hacemos temporales, ya que todo procede de la bondad divina.» Cuando Dánte pide a Beatriz que lo guíe por el cielo: «Enséñame cómo se eterniza el hombre», plantea el problema de la sublimación en su forma más absoluta. La solución está en el misterio de la Encarnación.

101: la separación de los esposos, esas dos piezas maestras del edificio familiar, necesariamente compromete la buena educación de los hijos y, por consiguiente, el equilibrio de toda la sociedad.

115: ¡Cuántos hombres creen amar, y su amor es solamente ardor carnal, exaltación ilusoria y el vano deseo de conquistar y dominar! ¿Este amor no es más irreal aún que una institución? ¿La pasión es menos ilusoria que la ley por ser un poco más cálida y embriagadora? Aquí hago un llamamiento a todos los que nunca han opuesto una barrera a su libertad de amar: la ceniza que han depositado en el fondo de su alma las hogueras de paja de las antiguas pasiones, bastarán para mostrarles la nada del amor entregado a sí mismo. Apariencia por apariencia, la ley que asegura la continuidad de la especie humana y el equilibrio de la sociedad vale al menos tanto como la pasión que sólo asegura el bienestar egoísta y efímero del individuo.
123-124: Si el gran amor es escaso dentro del matrimonio, ¿es acaso muy frecuente fuera de él? Consideren por un momento, los detractores del matrimonio, la cualidad de la mayoría de las uniones libres: encontrarán sin dificultad todos los defectos de los malos matrímonios y además la rebelión contra el orden social y la ley religiosa. La Iglesia tiene razón mil veces al defender la unidad de la familia y la santidad de la ciudad contra estos asaltos destructores de las pasiones individuales que subjetivamente no valen más que los peores matrimonios y, objetivamente, incluso roen los cimientos del bien común. El matrimonio no excluye ni la ciega violencia del instinto ni la voracidad del egoísmo: al menos les asigna una órbita y límites. Pero la pasión anárquica donde se disimulan las pretensiones devoradoras de una carne y de un yo desorbitados, bajo la máscara del amor, verdaderamente no merece ninguna indulgencia...

127-128: SI EL GRANO MUERE...

Hubo tiempos en que las instituciones dirigían a los individuos: el hombre les daba crédito espontáneamente y deslizaba su destino en el molde que le ofrecían las leyes y las costumbres.
Por el contrario, en nuestra «edad refleja» los individuos son los que dirigen las instituciones: el hombre sólo acepta obedecerlas en la medida en que, revestidas de una especie de consagración interna, responden a una necesidad subjetiva, a una elección personal.

Esta disposición tiene su lado negativo y su lado positivo. Constituye un peligro terrible para la estabilidad de las instituciones, pero tiende de un solo golpe a eliminar el conformismo social y religioso. En las épocas en que el desorden penetra en las costumbres, la obediencia a la ley se convierte en la expresión del amor y de la libertad.

Se tiene la costumbre de quejarse de la dureza del matrimonio indisoluble. Pero, ¿la ley es demasiado dura para el hombre, o el hombre es demasiado blando para la ley? A aquel que no ama nada, todos los vínculos parecen cadenas. Pero aquel que siente vivir en sí un amor inmortal, no tiene miedo de ligarse hasta la muerte. Y la ley cristiana precisamente nos invita a esta profundización y a esta purificación. La institución del matrimonio, vista bajo este ángulo, parece el guardián de la fidelidad interior. Al igual que el hombre no está hecho para el Sabbat, tampoco está hecho para el matrimonio. El matrimonio es lo que está hecho para el hombre. Pero el hombre es más que el individuo: sólo realiza su verdadero destino superando los límites de su yo carnal y decaído, mediante el amor y el sacrificio. Es el sentido de la parábola evangélica: si el grano no muere... Muere, y al mismo tiempo entra en su vida verdadera, cuando renunciando a su dureza, a su soledad egoísta, empieza a hundir sus raíces en la tierra y a elevar su tallo hacia el cielo. Una imagen perfecta del matrimonio con sus prolongaciones temporales y su consagración divina...

En este nivel, la exigencia de la indisolubilidad se confunde con el voto más íntimo de la persona humana, puesto que ambos nos convidan igualmente a esta superación d e nosotros mismos que es la esencia del amor y la aurora de la liberación eterna.

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