Don Quijote recuperaba el pasado como presente y lo proponía como futuro.

Comprendemos que se diera tan apasionadamente a los libros de caballerías. Un humilde hidalgo como él no tenía más horizonte que el mantenimiento de su rango y, por ahí, la pervivencia del pasado. Los relatos caballerescos le ofrecían la visión quimérica, idealizada hasta el desatino, de un mundo en que un pequeño noble podía realizar las más estupendas hazañas y alcanzar las cimas más altas, conformando siempre la realidad de acuerdo con las virtudes y valores, de indudable atractivo (la justicia, el heroísmo, el amor, la belleza...), que teóricamente habían dado a los antepasados de DQ el statusque ahora tan penosamente le tocaba a él preservar.
No puede sorprendernos que el ensueño se impusiera a la evidencia, y de leer libros de caballerías pasara a proyectar escribirlos y al cabo a vivirlos. Más de uno los había leído como crónicas veraces (las fronteras de la ficción, sobre todo en prosa, distaban aún de estar claras), a más de uno lo habían estimulado a la acción, y no faltaban algunos a quienes habían llevado al desvarío (I, 1, 40, n. 41). Al «honrado ... Quijana» lo hicieron enloquecer, porque su temperamento lo favorecía (I, 1, 36, n. 15). Pero también había razones para la sinrazón de dar por históricas las fantasías caballerescas y creer posible resucitarlas a la altura del 1600: a la ínfima nobleza en descomposición, la caballería andante de DQ le devolvía la libertad y la esperanza, haciéndola otra vez dueña de sí misma y otorgándole un papel de relieve en la sociedad; ascendía inmediatamente de grado al mismo protagonista, quien de hidalgo se convertía en caballero y ganaba el don que no tenía; y, en definitiva, recuperaba el pasado como presente y lo proponía como futuro.

De 

Lectura del capítulo primero


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