¿Hay progreso en la historia?

 
Agustín Basave Fernández del Valle
 
La modernidad se desenvuelve dentro de una voluntad de progreso. Tiene la arraigada creencia de que la humanidad ha progresado y seguirá progresando. Pero no se ha detenido a examinar la idea de progreso.

Progresar es encaminarse hacia un término. Sin movimiento no hay progreso. Pero moverse implica un estadio anterior y una meta. Si el sujeto que se mueve volviera al punto de partida, habría un retroceso o regreso; si marchara «hacia delante» habría un progreso.

Ha dicho Manuel García Morente, en frase gráfica, que el tiempo es «el lecho cósmico en donde el cambio se verifica». Todo cambio o movimiento se dirige hacia el futuro. Pero el futuro no es meta, sino dirección. Para que haya meta es preciso una actuación inteligente que se proponga un fin preferido y que seleccione los medios adecuados. «En suma: el progreso es la realización del reino de los valores por el esfuerzo humano».114 Progresar no es ser más, sino ser mejor. Ser mejor el hombre, la vida humana.

Ingenuamente se ha pensado desde fines del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX que la humanidad ha progresado   —228→   totalmente porque se han realizado progresos particulares. Es preciso hacer un poco de luz en ese confuso y parcial acopio de éxitos.

No se puede hablar de progreso moral. No se puede decir, por ejemplo, que el hombre del siglo XX es más moral que el hombre del siglo IX. Y es que no es la humanidad el sujeto de la moral, sino el hombre concreto de carne y hueso, el ente singular que, aunque tenga la misma estructura permanente de todo hombre, decide libre e imprevisiblemente... Tampoco cabe decir que el arte de nuestros días es muy superior, por ejemplo, al arte de Miguel Ángel o de Leonardo da Vinci. Ni tendría sentido afirmar que la filosofía de nuestros días es muy superior a la filosofía de Platón o de Aristóteles. Y es que cada artista o cada filósofo vuelve a plantearse, en carne viva, los eternos problemas del arte o de la filosofía. Lo mismo puede afirmarse de la literatura. ¿A qué se reduce, pues, el progreso? Progresa la ciencia, progresa la técnica. El hombre de nuestros días maneja técnicas cuyos fundamentos ignora, pero cuyos resultados aprovecha. «El auténtico pensamiento desaparece de la cultura. La difusión inaudita de una “pseudo ciencia” formularia e instrumental logra la temible victoria de enseñar y aprender eliminado el pensamiento. Y el hombre moderno maneja las leyes naturales, sin penetrar su sentido, como el conductor de tranvía gobierna corrientes eléctricas, de las que no tiene la menor noción».115 Los hombres de nuestro tiempo idolatran la velocidad, justamente porque creen que les llevará al progreso, aunque en realidad sólo hayan contraído una enfermedad; la insaciable prisa. Sin sentirse llamada a ninguna meta específica, sin vocación clara, la humanidad de nuestros días se ha tornado esclava del progreso; de un progreso sin sentido: ¡progreso por el progreso! Mientras tanto, el presente se evapora en aras de un progresismo inocente y filisteo.

Un verdadero progreso presupone una meta clara, fija y trascendente. La historia conduce a un fin suprahistórico y extratemporal.
 
 
 

La pseudodoctrina del progreso diviniza el futuro y espera el advenimiento de un estado perfecto. En una época que no se precisa, la historia universal de la humanidad habrá   —229→   resuelto todos sus problemas. Lo que cuenta es el hombre futuro. Las generaciones presentes son simples eslabones sin ninguna finalidad propia. Indígnase, y con razón, Berdiaeff ante tamaño dislate: «¡Qué injusticia tan monstruosa sería la de admitir en los arcanos de la vida divina a las generaciones situadas en la cumbre histórica únicamente! Esta manera de considerar el progreso podría verdaderamente conducirnos a dudar de la providencia divina, puesto que una divinidad que hubiérase negado a todas las generaciones humanas, admitiendo en su seno únicamente a la generación históricamente más avanzada, sería una divinidad vampiresa, llena de falsía y violencia con respecto a una mayoría aplastante de la humanidad».116 Al fetichismo del progreso, Berdiaeff opone el ideal cristiano fundado sobre el término de la tragedia histórica, con todas sus dolorosas contradicciones, participando de este final glorioso todas las generaciones humanas, sin excepción alguna, que llegarán a reunirse en la vida eterna. Cada generación, cada hombre, tiene su fin propio y la razón de su existencia. Es un error monstruoso hacer de las generaciones presentes un simple instrumento para formar las generaciones futuras. Si el destino humano tiene que resolverse en la eternidad, hemos de considerar a la historia como un camino que nos ha de conducir a otro mundo -a nosotros y a los que vengan después- sin esperar lograr ningún estado perfecto en el proceso histórico. En el transcurso de la historia, todas las generaciones humanas tienen sus relaciones y sus vínculos propios con la trascendencia. La historia no es un carrete de hilo que pueda desenvolverse infinitamente. La historia tiene un sentido positivo tan sólo porque tiene un desenlace.

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