La civilización y la barbarie se juegan en el control del sentido

Ricardo Piglia: El último lector, Anagrama, Barcelona, 2005.

p. 31: Bastaría pensar en don Quijote y Sancho, en la decisión milagrosa de Cervantes que, luego de la primera salida, hace entrar al que no lee. «Pues a fe mía que no sé leer», respondió Sancho (I, 31). Ese encuentro, ese diálogo, funda el género. Habría que decir que en esa decisión, que confronta lectura y oralidad, está toda la novela.

p. 32: La civilización y la barbarie se juegan en el control del sentido, en los distintos modos de acceder al sentido. Pero nada es nunca tan esquemático.

p. 67-68: La máquina de escribir separa históricamente la escritura artesanal y la edición. Cambia el modo de leer el original, lo ordena. De hecho, fue inventada para copiar manuscritos y facilitar el dictado, pero rápidamente se convirtió en un instrumento de producción. Con todas sus particularidades. (Y el poeta norteamericano Charles Olson ha hecho un análisis muy sutil de la escritura a máquina y de sus efectos en el estilo poético. Lo mismo, desde luego, podríamos decir hoy sobre los ordenadores de textos). Kafka está en el momento de paso de la escritura a mano, en cuadernos, a la escritura a máquina que se ha comenzado a difundir en esos años, ligada básicamente al comercio y al mundo militar. En ese sentido, tiene clara la distancia entre escribir de una forma o de otra. «El inconveniente de escribir a máquina es que uno pierde el hilo», le dice Kafka a Felice en su primera carta del 20 de septiembre. La máquina de escribir no es para escribir, produce una deriva, se pierde la línea, la continuidad, la mano se aleja del cuerpo, se mecaniza («la mano que en estos momentos está pulsando las teclas», observa Kafka en tercera persona en esa carta a Felice). Antes que la claridad de la grafía, interesa el ritmo corporal de la escritura, muy ligado para Kafka a la respiración, a los órganos internos, a los ritmos del corazón. Incluso a una extraña relación con la velocidad. «Discúlpeme si no escribo a máquina, pero es que tengo una enorme cantidad de cosas que decirle, la máquina está allá en el corredor […] además la máquina no me escribe lo suficientemente veloz», le dice una semana después. La máquina de escribir no le sirve a Kafka para la escritura personal. La asocia con la burocracia, con los textos legales (dictámenes, informes, legajos), con una escritura despersonalizada y anónima. «Por eso me siento tan atraído por la máquina de escribir en todos los asuntos relacionados con la oficina pues su trabajo — realizado además por la mano del mecanógrafo— es tan anónimo» (carta del 20 de diciembre de 1912). Kafka también está ligado a una nueva práctica que surge en esos tiempos y que ejercita en la oficina: el dictado (ya sabemos lo que Roa Bastos ha sido capaz de hacer con esa figura en Yo, el supremo: el dictador, el que dicta). Dictar es «mi principal ocupación», dice Kafka al referirse a su trabajo, «cuando, en casos excepcionales, no escribo yo mismo a la máquina» (carta del 2 de noviembre de 1912). Podríamos decir que —a diferencia de Henry James— la idea de dictar sus propios textos escapa totalmente a la órbita de Kafka. Muchos han visto en el estilo del último Henry James la marca de los textos dictados a una mujer. Pero la máquina de escribir y el dictado están ligados para Kafka al mundo de la oficina.

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