Una defensa medieval de la dignidad de la mujer

No hay que esperar a la Marcela cervantina (1605) para encontrar una defensa cerrada de la libertad de la mujer para contraer matrimonio con quien quiera y si quiere. La novela Cárcel de amor (1492) de Diego de San Pedro ofrece no solo un personaje semejante, sino una batería de argumentos en pro de la mujer (no solo en este aspecto de la libertad).
La libertad de la mujer frente a la pasión del hombre es más nítida aún en la novela medieval pues Leriano no solo está enamorado apasionadamente de Laureola, sino que le llega a salvar la vida, lo que hace más plausible la "obligación" de la mujer de corresponder a su amante. Leriano muere de tristeza, y pese a ello ni Laureola se ablanda ni, lo que es más difícil, el amante deja de defender la libertad de su amada. En el lecho de muerte, Leriano despliega un torrente retórico contra los que maldicen de las mujeres. Aquí va. Léase y júzguese... No todo el monte es orégano ni todo es misoginia en la Edad Media.


 

Da Leriano veinte razones por que los hombres son obligados a las mujeres

Tefeo: pues has oído las causas por que sois culpados tú y todos los que opinión tan errada seguís, dejada toda prolijidad, oye veinte razones por donde me proferí a probar que los hombres a las mujeres somos obligados. De las cuales la primera es porque a los simples y rudos disponen para alcanzar la virtud de la prudencia, y no solamente a los torpes hacen discretos, mas a los mismos discretos más sutiles, porque si de la enamorada pasión se cautivan, tanto estudian su libertad, que avivando con el dolor el saber, dicen razones tan dulces y tan concertadas que alguna vez de compasión que les han se libran de ella. Y los simples, de su natural inocentes, cuando en amar se ponen entran con rudeza y hallan el estudio del sentimiento tan agudo que diversas veces salen sabios, de manera que suplen las mujeres lo que naturaleza en ellos faltó.
La segunda razón es porque de la virtud de la justicia tan bien nos hacen suficientes que los penados de amor, aunque desigual tormento reciben, hanlo por descanso, justificándose porque justamente padecen. Y no por sola esta causa nos hacen gozar de esta virtud, mas por otra tan natural: los firmes enamorados, para abonarse con las que sirven, buscan todas las formas que pueden, de cuyo deseo viven justificadamente sin exceder en cosa de toda igualdad por no infamarse de malas costumbres.
La tercera, porque de la templanza nos hacen dignos, que por no serles aborrecibles, para venir a ser desamados, somos templados en el comer, en el beber y en todas las otras cosas que andan con esta virtud. Somos templados en el habla, somos templados en la mesura, somos templados en las obras, sin que un punto salgamos de la honestidad.
La cuarta es porque al que fallece fortaleza se la dan, y al que la tiene se la acrecientan: hácennos fuertes para sufrir, causan osadía para cometer, ponen corazón para esperar. Cuando a los amantes se les ofrece peligro se les apareja la gloria, tienen las afrentas por vicio, estiman más la alabanza de la amiga que el precio del largo vivir. Por ellas se comienzan y acaban hechos muy hazañosos, ponen la fortaleza en el estado que merece. Si les somos obligados, aquí se puede juzgar.
La quinta razón es porque no menos nos dotan de las virtudes teologales que de las cardinales dichas. Y tratando de la primera, que es la fe, aunque algunos en ella dudasen, siendo puestos en pensamiento enamorado creerían en Dios y alabarían su poder, porque pudo hacer a aquella que de tanta excelencia y hermosura les parece. Junto con esto los amadores tanto acostumbran y sostienen la fe, que de usarla en el corazón conocen y creen con más firmeza la de Dios. Y porque no sea sabido de quien los pena que son malos cristianos, que es una mala señal en el hombre, son tan devotos católicos, que ningún apóstol les hizo ventaja.
La sexta razón es porque nos crían en el alma la virtud de la esperanza, que puesto que los sujetos a esta ley de amores mucho penen, siempre esperan: esperan en su fe, esperan en su firmeza, esperan en la piedad de quien los pena, esperan en la condición de quien los destruye, esperan en la ventura. Pues quien tiene esperanza donde recibe pasión, ¿cómo no la tendrá en Dios, que le promete descanso? Sin duda haciéndonos mal nos aparejan el camino del bien, como por experiencia de lo dicho parece.
La séptima razón es porque nos hacen merecer la caridad, la propiedad de la cual es amor: esta tenemos en la voluntad, esta ponemos en el pensamiento, esta traemos en la memoria, esta firmamos en el corazón... Y como quiera que los que amamos la usemos por el provecho de nuestro fin, de él nos redunda que con viva contrición la tengamos para con Dios, porque trayéndonos amor a estrecho de muerte, hacemos limosnas, mandamos decir misas, ocupámosnos en caritativas obras porque nos libre de nuestros crueles pensamientos. Y como ellas de su natural son devotas, participando con ellas es forzado que hagamos las obras que hacen.
La octava razón, porque nos hacen contemplativos, que tanto nos damos a la contemplación de la hermosura y gracias de quien amamos, y tanto pensamos en nuestras pasiones, que cuando queremos contemplar la de Dios, tan tiernos y quebrantados tenemos los corazones que sus llagas y tormentos parece que recibimos en nosotros mismos, por donde se conoce que también por aquí nos ayudan para alcanzar la perdurable holganza.
La novena razón es porque nos hacen contritos, que como siendo penados pedimos con lágrimas y suspiros nuestro remedio, acostumbrados en aquello, yendo a confesar nuestras culpas, así gemimos y lloramos que el perdón de ellas merecemos.
La decena es por el buen consejo que siempre nos dan, que a las veces acaece hallar en su presto acordar lo que nosotros cumple largo estudio y diligencia buscamos. Son sus consejos pacíficos sin ningún escándalo: quitan muchas muertes, conservan las paces, refrenan la ira y aplacan la saña. Siempre es muy sano su parecer.
La oncena es porque nos hacen honrados: con ellas se alcanzan grandes casamientos con muchas haciendas y rentas. Y porque alguno podría responderme que la honra está en la virtud y no en la riqueza, digo que tan bien causan lo uno como lo otro. Pónennos presunciones tan virtuosas que sacamos de ellas las grandes honras y alabanzas que deseamos, por ellas estimamos más la vergüenza que la vida, por ellas estudiamos todas las obras de nobleza, por ellas las ponemos en la cumbre que merecen.
La docena razón es porque apartándonos de la avaricia nos juntan con la libertad, de cuya obra ganamos las voluntades de todos, que como largamente nos hacen depender lo que tenemos, somos alabados y tenidos en mucho amor, y en cualquier necesidad que nos sobrevenga recibimos ayuda y servicio. Y no sólo nos aprovechan en hacernos usar la franqueza como debemos, mas ponen lo nuestro en mucho recaudo, porque no hay lugar donde la hacienda esté más segura que en la voluntad de las gentes.
La trecena es porque acrecientan y guardan nuestros haberes y rentas, las cuales alcanzan los hombres por ventura y consérvanlas ellas con diligencia.
La catorcena es por la limpieza que nos procuran, así en la persona como en el vestir, como en el comer, como en todas las cosas que tratamos.
La quincena es por la buena crianza que nos ponen, una de las principales cosas de que los hombres tienen necesidad. Siendo bien criados usamos la cortesía y esquivamos la pesadumbre, sabemos honrar los pequeños, sabemos tratar los mayores. Y no solamente nos hacen bien criados, mas bien quistos, porque como tratamos a cada uno como merece, cada uno nos da lo que merecemos.
La razón dieciséis es porque nos hacen ser galanes: por ellas nos desvelamos en el vestir, por ellas estudiamos en el traer, por ellas nos ataviamos de manera que ponemos por industria en nuestras personas la buena disposición que naturaleza algunos negó. Por artificio se enderezan los cuerpos, puliendo las ropas con agudeza, y por el mismo se pone cabello donde fallece, y se adelgazan o engordan las piernas si conviene hacerlo. Por las mujeres se inventan los galanes entretales, las discretas bordaduras, las nuevas invenciones. De grandes bienes por cierto son causa.
La diecisiete razón es porque nos conciertan la música y nos hacen gozar de las dulcedumbres de ella: ¿por quién se sueñan las dulces canciones?, ¿por quién se cantan los lindos romances?, ¿por quién se acuerdan las voces?, ¿por quién se adelgazan y sutilizan todas las cosas que en el canto consisten?
La dieciochena, es porque crecen las fuerzas a los braceros, la maña a los luchadores, y la ligereza a los que voltean, corren, saltan y hacen otras cosas semejantes.
La diecinueve razón es porque afinan las gracias: los que, como es dicho, tañen y cantan por ellas, se desvelan tanto, que suben a lo más perfecto que en aquella gracia se alcanzan. Los trovadores ponen por ellas tanto estudio en lo que trovan, que lo bien dicho hacen parecer mejor, y en tanta manera se adelgazan, que propiamente lo que sienten en el corazón ponen por nuevo y galán estilo en la canción, invención o copla que quieren hacer.
La veintena y postrimera razón es porque somos hijos de mujeres, de cuyo respeto les somos más obligados que por ninguna razón de las dichas ni de cuantas se puedan decir.
Diversas razones había para mostrar lo mucho que a esta nación somos los hombres en cargo, pero la disposición mía no me da lugar a que todas las diga. Por ellas se ordenaron las reales justas, los pomposos torneos y las alegres fiestas; por ellas aprovechan las gracias y se acaban, y comienzan todas las cosas de gentileza. No sé causa por que de nosotros deban ser afeadas. ¡Oh culpa merecedora de grave castigo, que porque algunas hayan piedad de los que por ellas penan, les dan tal galardón! ¿A qué mujer de este mundo no harán compasión las lágrimas que vertemos, las lástimas que decimos, los suspiros que damos?, ¿cuál no creerá las razones juradas?, ¿cuál no creerá la fe certificada?, ¿a cuál no moverán las dádivas grandes?, ¿en cuál corazón no harán fruto las alabanzas debidas?, ¿en cuál voluntad no hará mudanza la firmeza cierta?, ¿cuál se podrá defender del continuo seguir? Por cierto, según las armas con que son combatidas, aunque las menos se defendiesen, no era cosa de maravillar, y antes deberían ser las que no pueden defenderse alabadas por piadosas que retraídas por culpadas.
 

Prueba por ejemplos la bondad de las mujeres

Para que las loadas virtudes de esta nación fueran tratadas según merecen hubiese de poner mi deseo en otra plática, porque no turbase mi lengua ruda su bondad clara, como quiera que ni loor pueda crecerla ni malicia apocarla, según su propiedad. Si hubiese de hacer memoria de las castas y vírgenes pasadas y presentes, convenía que fuese por divina revelación, porque son y han sido tantas que no se pueden con el seso humano comprender. Pero diré de algunas que he leído, así cristianas como gentiles y judías, por ejemplificar con las pocas la virtud de las muchas. En las autorizadas por santas por tres razones no quiero hablar. La primera, porque lo que a todos es manifiesto parece simpleza repetirlo. La segunda, porque la Iglesia les da debida y universal alabanza. La tercera, por no poner en tan malas palabras tan excelente bondad, en especial la de Nuestra Señora, que cuantos doctores, devotos y contemplativos en ella hablaron no pudieron llegar al estado que merecía la menor de sus excelencias. Así que me bajo a lo llano donde más libremente me puedo mover.
De las castas gentiles comenzaré en Lucrecia, corona de la nación romana, la cual fue mujer de Colatino, y siendo forzada de Tarquino hizo llamar a su marido, y venido donde ella estaba, díjole: «Sabrás, Colatino, que pisadas de hombre ajeno ensuciaron tu lecho, donde, aunque el cuerpo fue forzado, quedó el corazón inocente, porque soy libre de la culpa; mas no me absuelvo de la pena, porque ninguna dueña por ejemplo mío pueda ser vista errada». Y acabando estas palabras acabó con un cuchillo su vida.
Porcia fue hija del noble Catón y mujer de Bruto, varón virtuoso, la cual sabiendo la muerte de él, aquejada de grave dolor, acabó sus días comiendo brasas por hacer sacrificio de sí misma.
Penélope fue mujer de Ulises, e ido él a la guerra troyana, siendo los mancebos de Ítaca aquejados de su hermosura, pidiéronla muchos de ellos en casamiento; y deseosa de guardar castidad a su marido, para defenderse de ellos dijo que la dejasen cumplir una tela, como acostumbraban las señoras de aquel tiempo esperando a sus maridos, y que luego haría lo que le pedían. Y como le fuese otorgado, con astucia sutil lo que tejía de día deshacía de noche, en cuya labor pasaron veinte años, después de los cuales venido Ulises, viejo, solo, destruido, así lo recibió la casta dueña como si viniera en fortuna de prosperidad.
Julia, hija del César, primer emperador en el mundo, siendo mujer de Pompeo, en tanta manera lo amaba, que trayendo un día sus vestiduras sangrientas, creyendo ser muerto, caída en tierra súbitamente murió.
Artemisa, entre los mortales tan alabada, como fuese casada con Manzol, rey de Icaria, con tanta firmeza le amó que después de muerto le dio sepultura en sus pechos, quemando sus huesos en ellos, la ceniza de los cuales poco a poco se bebió, y después de acabados los oficios que en el acto se requerían, creyendo que se iba para él matose con sus manos.
Argia fue hija del rey Adrastro y casó con Pollinices, hijo de Edipo, rey de Tebas. Y como Pollinices en una batalla a manos de su hermano muriese, sabido de ella, salió de Tebas sin temer la impiedad de sus enemigos ni la braveza de las fieras bestias, ni la ley del emperador, la cual vedaba que ningún cuerpo muerto se levantase del campo. Fue por su marido en las tinieblas de la noche, y hallándolo ya entre otros muchos cuerpos llevolo a la ciudad, y haciéndole quemar, según su costumbre, con amargas lágrimas hizo poner sus cenizas en una arca de oro, prometiendo su vida a perpetua castidad.
Hipo la greciana, navegando por la mar, quiso su mala fortuna que tomasen su navío los enemigos, los cuales, queriendo tomar de ella más parte que les daba, conservando su castidad hízose a la una parte del navío, y dejada caer en las ondas pudieron ahogar a ella, mas no la fama de su hazaña loable.
No menos digna de loor fue su mujer de Admeto, rey de Tesalia, que sabiendo que era profetizado por el dios Apolo que su marido recibiría muerte si no hubiese quien voluntariamente la tomase por él, con alegre voluntad, porque el rey viviese, dispuso de matarse.
De las judías, Sara, mujer del padre Abraham, como fuese presa en poder del rey Faraón, defendiendo su castidad con las armas de la oración, rogó a Nuestro Señor la librase de sus manos, el cual, como quisiese acometer con ella toda maldad, oída en el cielo su petición, enfermó el rey. Y conocido que por su mal pensamiento adolecía, sin ninguna mancilla la mandó liberar.
Débora, dotada de tantas virtudes, mereció haber espíritu de profecía y no solamente mostró su bondad en las artes mujeriles, mas en las feroces batallas, peleando contra los enemigos con virtuoso ánimo. Y tanta fue su excelencia que juzgó cuarenta años al pueblo judaico.
Ester, siendo llevada a la cautividad de Babilonia, por su virtuosa hermosura fue tomada para mujer de Asuero, rey que señoreaba a la sazón ciento veintisiete provincias, la cual por sus méritos y oración libró los judíos de la cautividad que tenían.
Su madre de Sansón, deseando haber hijo, mereció por su virtud que el ángel le revelase su nacimiento de Sansón.
Elisabel, mujer de Zacarías, como fuese verdadera sierva de Dios, por su merecimiento hubo hijo santificado antes que naciese, el cual fue san Juan.
De las antiguas cristianas, más podría traer que escribir, pero por la brevedad alegaré algunas modernas de la castellana nación.
Doña María Cornel, en quien se comenzó el linaje de los Corneles, porque su castidad fuese loada y su bondad no oscurecida, quiso matarse con fuego, habiendo menos miedo a la muerte que a la culpa.
Doña Isabel, madre que fue del maestre de Calatrava don Rodrigo Téllez Girón y de los dos condes de Hurueña, don Alonso y don Juan, siendo viuda enfermó de una grave dolencia, y como los médicos procurasen su salud, conocida su enfermedad hallaron que no podía vivir si no casase; lo cual, como de sus hijos fuese sabido, deseosos de su vida, dijéronle que en todo caso recibiese marido, a lo cual ella respondió: «Nunca plega a Dios que tal cosa yo haga, que mejor me es a mí muriendo ser dicha madre de tales hijos que viviendo mujer de otro marido». Y con esta casta consideración así se dio al ayuno y disciplina, que cuando murió fueron vistos misterios de su salvación.
Doña Mari García, la Beata, siendo nacida en Toledo del mayor linaje de toda la ciudad, no quiso en su vida casar, guardando en ochenta años que vivió la virginal virtud, en cuya muerte fueron conocidos y averiguados grandes milagros, de los cuales en Toledo hay ahora y habrá para siempre perpetuo recuerdo.
Oh, pues de las vírgenes gentiles que podría decir. Eritrea, sibila nacida en Babilonia, por su mérito profetizó por revelación divina muchas cosas advenideras, conservando limpia virginidad hasta que murió. Palas o Minerva, vista primeramente cerca de la laguna de Tritonio, nueva inventora de muchos oficios de los mujeriles y aun de algunos de los hombres, virgen vivió y acabó. Atalante, la que primero hirió el puerco de Calidón, en la virginidad y nobleza le pareció. Camila, hija de Matabo, rey de los bolsques, no menos que las dichas sostuvo entera virginidad. Claudia vestal, Cloelia, romana, aquella misma ley hasta la muerte guardaron. Por cierto, si el alargar no fuese enojoso, no me fallecerían de aquí a mil años virtuosos ejemplos que pudiese decir.
En verdad, Tefeo, según lo que has oído, tú y los que blasfemáis de todo linaje de mujeres sois dignos de castigo justo, el cual no esperando que nadie os lo dé, vosotros mismos lo tomáis, pues usando la malicia condenáis la vergüenza.
 

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